domingo, 28 de julio de 2013

24 de Julio



Me es imposible contar las noches de 24 de Julio que he pasado en Santiago. Algunas de las veladas más hermosas y sublimes de mi vida las he vivido ese día y en esa ciudad. 18 años viví en Galicia y creo que nunca falté a la cita. La víspera del apóstol era la más deseada y mágica del año. La energía y la fogosidad de mi adolescencia y de mi juventud se iluminaban cada año bajo un cielo de fuegos artificiales y se acrecentaban aún más al calor de innumerables tazas de ribeiro. Los recuerdos se agolparon hace cuatro días en mi cabeza con el impacto de la noticia. Fueron tantas las veces que pasé sobre esa curva fatal, llevando conmigo mis amores, mis sueños, mis fantasías, mis borracheras y mis ilusiones. No hay día mejor ni día peor para un accidente de esta magnitud, pero el destino ha querido que haya sido una noche como no hay otra igual en el calendario, ni para los compostelanos, ni para muchos gallegos. Santiago cambió sus bombillas de colores por las luces de las ambulancias, coches de policía y bomberos. La música de las gaitas, bandas y orquestas por el estrépito de las sirenas. El baile en las calles y en la alameda por un desfile macabro de heridos y muertos. No he podido escribir nada antes y aun ahora se me hace un nudo en la garganta. Una parte de mi corazón ha vivido siempre en Santiago. Nunca se fue de allí. Y nunca se irá.

Marca España (La Chapuza Nacional)

Un tren se dispara a 190 kilómetros por hora en una vía por la que como máximo puede circular a 80 y no existe un sistema de seguridad que lo detenga, pero el desastre, sin mediar investigación, ya tiene chivo expiatorio: el maquinista ¡Faltaría más!

Y yo me pregunto ¿Qué habría pasado si el maquinista hubiera sufrido un infarto? En primer lugar, una línea de alta velocidad no puede verse interrumpida bruscamente por una curva imposible que forma parte del trazado antiguo tradicional. En segundo lugar, la seguridad de un tren de alta velocidad no puede quedar bajo la exclusiva responsabilidad de una persona. Lo que hace a la alta velocidad tan fiable no son solamente sus vías, sus locomotoras y sus vagones, es, sobre todo, la tecnología punta en materia de seguridad que debe controlar en todo instante cada movimiento del tren y permitir forzar incluso el que un convoy se detenga si algo no va bien. Y esa tecnología no estaba presente en el tramo en el que ocurrió el accidente. No es que fallara, es que no existía. Y no existía porque ese tramo no es de alta velocidad.

Hablan del primer accidente de la alta velocidad española pero, dejémoslo claro, la línea Madrid-Ferrol no es ni alta velocidad ni es nada. Es solamente un remiendo de antiguos trazados tradicionales de ancho ibérico mezclados con modernos trazados de ancho europeo de alta velocidad, máquinas de su padre y vagones de su madre. Todo muy bien amalgamado para que salga más barato y pueda ser inaugurado justo a tiempo antes de las elecciones.

Ahora todos se lamentan y se echan a temblar pensando en las posibles consecuencias económicas y los suculentos proyectos internacionales cuya adjudicación podría verse comprometida como consecuencia de este accidente. Les ha faltado tiempo para dejar de llorar a los muertos y empezar a temer por su cartera y por la forma en que afectará a la tan manoseada marca España. Pero si hay algo que este accidente ha hecho es precisamente reforzar la idea que los ciudadanos tenemos de la dichosa marca, de nuestros políticos, nuestra administraciones y nuestras infraestructuras. Este fatal accidente no ha sido más que la constatación, la viva imagen y el doloroso resultado de lo que todos conocemos desde siempre como la “chapuza nacional”, la única y auténtica marca España de cuya existencia tenemos constancia plena porque la sufrimos cada día.

martes, 9 de julio de 2013

El oro del Perú



Mi amigo José es limeño. Una tarde tomando cervezas en Miraflores me dijo muy convencido “A ver cuando ustedes, los españoles, nos devuelven el oro que nos robaron”. A mí me dio un ataque incontrolable de risa y con gesto dulce lo tomé del brazo y lo acerqué hasta un espejo “Mírate bien” Le dije “Tus ojos son azules, tu pelo rubio, tu piel blanca como la leche y tu apellido es Schwartz”. Los españoles nunca robaron oro alguno a los descendientes de europeos que ahora gobiernan América Latina y no se empachan hablando de los derechos de sus pueblos. Los pueblos de América siguen por liberar. Quechuas, nahuas, aimaras, mayas, guaraníes, yanomamis y tantos otros, siguen sin recuperar la tierra que les fue arrebatada. Mi amigo Pepe aprendió en la escuela peruana que los españoles somos el diablo y los culpables de todos sus males. Nunca antes se había mirado al espejo ni se había planteado que el oro robado no era suyo ni de sus antepasados, era de otros, y si tuviera que ser devuelto no debería ser ni para él ni para ninguno como él. Bolívar era un aristócrata descendiente de españoles y gran amigo de Napoleón, a quien indisimuladamente pretendía parecerse. El libertador, como pomposamente lo llaman, nunca liberó a los pueblos de América. Él solamente libero a los suyos, a los blancos como él, para que nunca más tuvieran que pagar impuestos a la metrópoli. “América es nuestra” dijo, y obviamente al hacerlo no se refería precisamente a los indígenas. La historia la escriben siempre los vencedores. En los Andes, en los desiertos de América del Norte, en las selvas amazónicas, los perdedores siguen sin poder contar la suya.